La Cruz de Ferro es, sin duda, uno de los puntos más emblemáticos del camino de Santiago. Y sorprende porque no se trata de ninguna obra de arte. Es un simple mástil de madera, con una pequeña cruz de hierro en lo alto. No recuerda ningún hecho histórico importante, ni está relacionando con ningún rey o persona notable. Nada tiene de grandioso: el palo tiene 5 metros y la cruz unos centímetros. Ninguna otra construcción alrededor. Ni una casa, ni una caseta, ni un indicador que lo señale, ni una leyenda que lo ilustre, ni un foco que lo alumbre por la noche. Sólo un montón de piedras arrojadas a sus pies.
Únicamente una tradición ancestral, basada en una creencia aún más antigua, que se sigue transmitiendo mayormente de modo oral entre los peregrinos puestos ya en camino, sustenta la relevancia de este enclave.
La tradición consiste en que cada peregrino deja a los pies de esta cruz, una piedra que trajo consigo desde su casa. La tradición es anterior al camino de Santiago, e incluso a la existencia del cristianismo. Se basa en una creencia, en una perspectiva de lo trascendente, y tiene un carácter expiatorio. En lugares estratégicos como este, el punto más alto (más cerca de los Dioses) y vértice entre las comarcas del Bierzo y la Maragatería, se ofrecía una especie de culto o de sacrificio a la Divinidad. En lugar de sacrificar personas o animales, se ofrecían piedras ya que éstas también participan del mundo espiritual y tienen la ventaja de no arruinar la economía o la integridad de nadie.
El cristianismo integró estas tradiciones y las cristianizó. La cruz indica que efectivamente Dios está allí para salvar y acompañar a los peregrinos, y éstos dejan a los pies de la cruz un objeto, o una piedra que simboliza, el egoísmo, la envidia, la vileza, todo lo malo de lo que el peregrino pretende desprenderse.
Una vez más es lo sencillo, lo pequeño, lo profundo del corazón de cada individuo anónimo que hace que el camino se encuentra lo más grandioso del Camino de Santiago.